lunes, 19 de mayo de 2014

LOS RAROS

Es evidente que, en los tiempos que corren: sentirse, ser y manifestarse independiente tiene un alto coste. Mantener criterios propios devenidos del análisis y la reflexión, definitivamente, no está bien visto. Por ello, los raros, han sido y serán los apestados que circulan lejos del carril que marca la línea que sigue la masa aborregada de la que tanto escribió Chomsky. Ser, pensar, escribir o hacer lejos de lo que el belenestebismo que nos inunda dicta, no se estila.

Por todo lo anterior, tengo el enorme placer de presentaros unas letras que me ha regalado, para que os regale, un raro entrañable. Se llama, ya lo habéis adivinado: Juan Carlos Fernández y con su lenguaje ácrata y un tanto incendiario, ha amenizado e ilustrado las mañanas de los viernes al grupo de los andarines.

Mil gracias, querido Gorostegui.





Juan Carlos Fernández Gorostegui, escribe:

En mi colegio había un chaval genial, se llamaba Santiago Ruiz Jorquera. Muchos le llamaban "el chatarrero"; los más íntimos siempre le llamábamos Santi.

Le llamaban "el chatarrero" porque siempre tenía el cajón de su pupitre lleno de hierros o de cosas de las que no se desprendía sin una observación muy minuciosa: un trozo de badana, un chaleco viejo, una aguja oxidada le servía para hacer una pelota de frontón ... y la cosía a doble puntada como nadie.

Le hacía el ángel desde el puente de Hierro en Valladolid sobre el Pisuerga, y se paraba el tráfico para admirarle. Era un atleta muy completo, jugaba bien al fútbol y al baloncesto, pero le gustaba mucho retirase a algún rincón para, con una lima y cosas que se iba sacando de los bolsillos, construir una radio galena que funcionaba  estupendamente. Y allí, en esos rincones, a Santi sólo le gustaba estar con los más íntimos, allí sólo eran bienvenidos los raros: Martín Chico, con sus pesadumbres y dudas existenciales que comulgaba todos los días y que se confesaba muchas veces; Ochoa, "el malagueño", larguiducho y serio y algo mayor que nosotros, que un día me contó como mataron a su padre, capitán de ingenieros, a quien unos facciosos sacaron de la cárcel de Málaga y tiraron en una cuneta. También era admitido Rafa Bermejo, aunque fuese novato. Por enrevesadas carambola que tiene la vida, Rafael Bermejo Zofio no sólo había leído El Quijote, sino que también había leído a Quevedo, a Lope de Vega y algo de Ovidio y Cicerón. Y lo más extraordinario es que recordaba párrafos enteros.

Rafa Bermejo había tenido una adolescencia totalmente distinta a la nuestra. Una larga enfermedad le mantuvo en reposo durante varios años y , un tío suyo, coronel jurídico militar con amplia fama de excéntrico y con una profunda convicción de que la buena educación tenía que tener por cimientos los clásicos, se hizo cargo con ahínco de la educación del muchacho. Rafa Bermejo llegó novato en cuarto curso de bachiller al colegio de Santiago en Carabanchel, recitando de memoria personajes de Víctor Hugo. Y en nosotros, "los raros", encontró unos amigos para toda la vida.

Cuando Rafa, también llamado "la vieja" por su físico, soltaba una parrafada de las suyas, era el único momento en que Santi dejaba quietas las manos de lo que estuviera haciendo, le miraba a la cara, y reanudaba sus trabajos cuando volvía el parloteo.

Una filigrana que le vi hacer a Santi con éxito muchas veces era que, cuando alguno de los pequeños nos descubría en nuestros refugios y se acercaba al grupo con curiosidad, Santi hacía como si se sacara algo muy delicado de los bolsillos y lo guardaba entre las manos como un mago con una tórtola; el pequeño que se acerba más y más con cautela, tratando de mirar entre los dedos, y entonces Santi daba una fuerte palmada y un grito, y y juro que vi a más de un curioso caerse de espaldas.

Se me agolpan las anécdotas en la cabeza. Un fin de semana, aprovechando que mi madre no estaba en su casa de Villa, Martín Chico, Santi y yo nos vinimos andando desde el colegio, que estaba en Carabanchel. El atractivo estaba en que yo sabía dónde estaba la pistola del abuelo, y que mi primo Javier, que era capitán paracaidista, le había robado una caja de balas. Nos pasamos la tarde tirando al blanco, repartiéndonos los tiros como buenos hermanos con aquel pistolón recuerdo de la última Carlistada. Por la noche robamos una gallina del gallinero que tenían las Hemanitas de la Caridad que estaba tapia por medio, después de explicarle a Martín Chico muy bien por qué no era pecado robar aquella gallina. Al día siguiente nos bajamos al río con nuestra gallina y guisamos una paella que nos subo a gloria. Calculamos mal nuestras fuerzas y, regresando, se nos hizo de noche cerrada. No nos desorientamos, pero llegamos mucho después de la hora al colegio. El director nos vio tan derrengados, sobre todo a Martín Chico, que lo debió de considerar un accidente y no nos castigó.

Otro día, estando Santi y yo en la piscina municipal de la Casa de Campo, dos trapecistas del circo italiano se fijaron en nosotros, mejor dicho en cómo saltaba Santi desde el trampolín alto. Hicimos amistad con ellos, y sus mujeres nos invitaron a compartir la comida que que habían llevado. Nos aseguraron que teníamos porvenir en el circo y que ellos nos ayudarían. Sé que estuvimos dándole vueltas al tema, pero no sé por qué, Santi no le terminaba de gustar la idea de ser trapecista.

Dejamos de pensar en el circo, el día que se nos ocurrió ser pilotos. La idea creo que esta vez partió de mí. Fue uno de esos días en que los Comet que iban a Gibraltar dejaban una larga estela sobre Madrid, y esas fueron las primeras estelas de avión que vinos. Yo pensaba que el avión, después de aterrizar en Gibraltar, hacía una reverencia y el público que rodeaba el avión rompía en un aplauso estruendoso.

Trataré de contaros una escena que recuerdo hasta en sus más insignificantes detalles y que yo creo revelan el carácter y la personalidad de Santi de una manera muy clara. Estábamos ya casi terminando el curso del T6 en Matacán, cuando a un grupo se nos ocurrió darnos una baño en el Tormes que rodeaba la base. Allí, jugando, yo resbalé en la hierba y me rompí el brazo izquierdo. La mayoría de los compañeros se quedaron como hipnotizados al ver mi brazo hecho un cuadro. Santi reaccionó de inmediato, decidió requisar el primer vehículo que pasase por la cercana carretera, y así lo hizo. El primer vehículo fue la bicicleta de un labriego que regresaba a su casa. Santi le requisó la bicicleta con autoridad, y allí le dejamos pasmado al labriego sin su bicicleta.Yo me senté ne el sillín y Santi de pie en los pedales y, sin más contratiempos, llegamos a la enfermería de la base en el vehículo requisado.

Estando ya en la escuela de polimotores en Jerez, nos compramos Santi y yo una Lambretta a medias de segunda mano, para lo cual tuvimos que que rebajarnos el rancho para añadir unas pelas al sueldo y poder pagar todos los meses las letras que habíamos firmado. La falta de intendencia la solucionábamos bastante bien con pequeños hurtos en el almacén de la base: unos huevos, unas patatas, un pimiento; los robos no eran difíciles, sólo había que estar atentos a la llegada del camión que traía la compra y mostrarle solícitos para ayudar a la descarga. otra solución era entrar por la noche por una ventana en el comedor del pabellón de oficiales, pues las ordenanzas tenían la buena costumbre de dejar servida la cena para los oficiales que llegaban tarde y nosotros, con muchas precauciones, nos íbamos a la cama con el estómago lleno.

Santi se mató joven en un accidente de aviación pilotando un Bücker frente a las playas de Sanlucar de Barrameda y yo, ahora que soy viejo, ahora que el tiempo corre a velocidad vértigo, es cuando más le echo de menos.

2 comentarios:

  1. Bonito, y un final triste.

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  2. José Hernandez

    Hace mas de 50 años que murió Santi y sigo viendo su imagen serena
    como si hubiese sucedido ayer.El sigue teniendo 20 años mientras
    nosotrro hemes envejecido y seguro que nos ve desde algún lugar y ha estado velando por ti todos estos años.

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